El cielo es azul y las
paredes son blancas. La hierba es verde (bien, o marchita) y las paredes son
blancas. El viento es nada, y las paredes, son blancas. Yo soy pared, y la
pared es blanca. Yo soy persona, y las paredes son blancas. El calor abrasa, y
el otoño aún está lejos. Bien, cerca, pero lejos. Un día dorado, y una noche
plateada. Y así, y así, no hay nada que rompa la tranquilidad de las horas,
horas y horas y horas blancas y sombras.
En otro mundo no hay agua ni hay nada, aquí y ahora no hay nada que
hacer, y si no hay nada el mundo se va a dormir. Para despertar en otro mundo
quizás, ¿no? Si te aburre te vas a dormir. Si estás cansado te vas a dormir. Si
te aburre el mundo, si te cansa, si te persigue la vida, duermes. Pues bien,
pasando de dormir estoy. El reloj y su
tic tac, y tal, no hay nada en especial. Los ruidos de la gran ciudad, que
pasan por los muros, y los coches y el calor. Demasiado calor para hacer nada,
y entonces, me quedo tendida en la cama, para seguir haciendo nada. Oye, ¿y si
me muriera? Mejor salir a la calle, la verdad. Aunque la música sigue sonando
en el salón. Y la televisión, y los pájaros de las jaulas, esas oxidadas. Y los
tacones de la señora del apartamento, casa, de arriba. Pam pam pam. Y el bebé
del hombre que vive en el tercero. A todos nos llega la nada y es como una
manta que lo cubre todo, un espacio indefinido en que no estás mientras si te
encuentras ahí. Como un aire insípido que paraliza y hace que, bien, y hacemos
lo que creemos que hace. Nos quedamos quietos todos, y el bebé no para de
llorar y gritar, los acordes del pianista no paran de correr y los tacones de
la señora (bastante ruidosa y despistada) no paran de sonar. La cocina y el
cuchillo, los ventiladores que están en marcha, todo el mundo en un movimiento
continuo… ingenuos. En realidad el tiempo está parado. ¡Y no lo saben!
Incrédulos… y mira que les he dicho. Bien, en este edificio tengo una amiga. La
señora del quinto que no baja ni a comprar porque es así de vaga, yo creo que
eso de que es la edad y no hay ascensor no se lo cree ni ella. Tendrá como unos
setenta. Ella me cree cuando le digo que todo lo que hacemos en realidad no está
ocurriendo y que todo gira frenéticamente y nosotros demasiado torpes, somos
lentos. Me gusta la señora del quinto, y me gustan sus lámparas y sus sillas.
Es amable, creo que yo soy su única compañía, pues siempre que me aburro voy a
tocar a su timbre. Rectifico, Ana y yo
somos su única compañía. La más constante al menos, porque mi padre también la
visita. Pero cuando puede. Yo sí que no tengo nada mejor que hacer, así que hay
días que paso todas las tardes con Ana y mi abuela. Ana es la asistenta social
que la cuida, porque ella se niega a ir a una residencia. Ella es mi abuela,
pero yo soy Alma, no su nieta Alma. No se acuerda de mi, ni de mi padre, por
eso supongo que va a verle poco. A mí me cae bien la señora del quinto,
realmente. Hay cosas que no aguanto, y
hay cosas que si que aguanto.
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