El cielo negro está lleno de intermitentes lucecitas que empiezan
a caer. Una y otra y otra, y entre cada pestañeo me pierdo decenas de ellas.
-¡Ismael! ¡Estrellas!
-¿Cómo?
-Estrellas fugaces… madre mía, no me lo puedo creer. ¡Hoy que
estaba pensando en ellas!
-¿De verdad hay estrellas fugaces? –se ríe Ismael. Se ve que se lo
esperaba aún menos que yo.
-Te prometo que no te estoy tomando el pelo. ¡Qué fuerte!
Estoy eufórica. ¡Hoy! ¡Justamente hoy! Y ahora. Me abrocho la
chaqueta hasta el cuello. Cada vez hace más frío. Miro una estrella fijamente (intentándola
no perder de vista) y cierro los ojos. Pido mi deseo, y ya veremos si se
cumple.
-Me gustaría que pudieses pedirles deseos tú también. –estoy diciéndole
a Ismael cuando él abre la boca para protestar, y sabiendo lo que me va a
decir, le corto. –Ey, calla. Aunque no creas en eso, estaría bien, ¿vale?
Un viento salido de la nada empieza a soplar. Le pregunto a Ismael
si él no tiene frío y me lo niega. Seguro que es mentira, pero que se congele
si quiere, es cosa suya.
Ismael se acerca a mí y me da un toque con un dedo en el brazo. Me
quedo extrañada mirándole.
-¿Qué haces? –le pregunto divertida.
Veo como su mano flota un momento en el aire y en dos segundos me
coge de la mano. Sorprendida no, lo siguiente, me quedo con la boca abierta.
-¿Qué haces? –le vuelvo a preguntar, casi en un susurro.
-Ah. –y empieza a reírse, y me confundo aún más. –Tranquila, solo
quiero que me ayudes a pedir un deseo. ¿No habías dicho que te gustaría?
-Eh, si, vale, ¿Qué?
-Elige una estrella por mí. Mírala, fíjate en ella, y cuando
cierres los ojos, apriétame la mano y yo pediré el deseo. ¿Qué te parece?
-Extraño.
-¿Preparada?
-Sí. Allá va tu estrella.
Elijo una estrella, la que tiene más luz ahora mismo, y sigo su
trayectoria. Cuando veo que se va cayendo, cierro los ojos y al mismo instante
aprieto la mano de Ismael con fuerza. Cuento para mí uno, dos, tres, cuatro y
hasta cinco segundos antes de que él me suelte.