-Despierta Alma, ya estamos aquí. –Regina me está dando
golpecitos en el hombro cuando abro los ojos.
-¿Ya hemos llegado? –pregunto.
-Sí. Aquí estamos. Bueno, aún tenemos que caminar un poco,
el mar está un poco más lejos. –me cuenta Ana mientras abre el maletero para
sacar la bolsa con la merienda.
El coche está aparcado en un solar vacío. El pueblo se ve si
miras hacia atrás. Con casas pequeñas y todos los tejados azules. Parece muy
pequeño, aunque nosotras estamos lejos.
Cogemos el camino que nos lleva hacia adelante y vamos caminando las
tres bajo el sol, que aún quema. Ya es por la tarde, pero este agosto no se va
a descansar ni un momento.
-Ya estamos aquí. –anuncia Ana sonriente. Yo miro hacia
adelante y no veo el mar por ninguna parte.
-No veo el mar, Ana. –le digo.
-Ay pequeña, una se tiene que acercar para verlo. –se ríe
Regina.
Continuamos caminando hasta que ya no podemos caminar más.
Un acantilado hace que nos paremos. El suelo está lleno de hierba, y me quedo
de pie viendo a las dos estirar una manta enorme en el suelo y sentarse allí.
En medio de la nada.
-Esto no es una playa. –les digo. Aunque resulta algo obvio,
la verdad.
-Ya te lo hemos dicho. Esto es mucho más bonito. –me contesta
Regina.
Me siento también en la manta. Estamos las tres casi al borde del precipicio. No es
un acantilado excesivamente alto, así que desde donde estamos, se ven las olas
romper contra las rocas.
-A ver Ana, pásame la bolsa, que sacamos la merienda y
comemos ahora. ¿Qué os parece? –Regina parece que tiene bastante hambre.
-Me parece perfecto, yo también tengo ganas de picar algo. –le
contesta Ana.
Las dos me miran y yo asiento con la cabeza. De la bolsa que
parece no tener fin aparece de todo. Sándwiches pequeños y dulces de chocolate.
Me pregunto cómo se va a poder acabar tanta comida. Ana saca un termo lleno de
té y tres vasos. Los llena y nos pone uno delante de cada una. Regina empieza a
coger los pastelitos de chocolate y a beber el té. Ana se distrae mirando las gaviotas que van y
vienen mientras muerde como un ratoncito su sándwich. Yo cuando me doy cuenta
ya me he acabado el té y hace rato que miro el acantilado. Les digo a las dos
que voy a dar un paseo por los alrededores.
-No te caigas, ¿eh? –me avisa Ana mientras me voy yendo.
Es un acantilado no muy alto pero sí bastante largo. Las gaviotas se sienten curiosas por mis pasos
y me siguen como perros. Me voy alejando hasta que Regina y Ana son
figuras diminutas en la otra punta. Empieza a soplar la brisa del mar mientras camino por
el borde del precipicio. El vestido que llevo empieza a bailar y la pamela se
me vuela unos metros más allá. Cuando la cojo me siento en la hierba y me la pongo. El sol se va cayendo a nadar en el mar, y el viento empieza a soplar. Me
quedo mirando las olas mientras los pájaros vuelan sobre mí y se van hacía otro
lugar. Levanto la vista al cielo justo en el momento en que una gota de agua
cae sobre mi nariz.
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