Levanto los brazos hacia arriba y gota a gota se van
empapando las palmas de mis manos. Me doy cuenta de que las nubes blancas ahora
han desaparecido y el cielo está cubierto por unas nubes oscuras que empiezan a
llorar cada vez más fuerte. Me levanto y me giro en busca de Ana y Regina. Veo
como sus sombras se apresuran a recogerlo todo. Están aún muy lejos de mí, y si
me esperan van a acabar empapadas. Coger un resfriado a la edad de mi abuela
creo que no será buena idea. De repente me llega la voz de Ana gritando mi nombre.
-¡Alma! –grita en mi dirección.
-¡Ir yendo hacia el coche, yo ahora voy! –les contesto lo
más alto que puedo. La nada que hay en este acantilado hace que el eco resuene
por todos lados.
Oigo como Ana asiente y me dice que me de prisa mientras
ella y Regina se van y las pierdo de vista. Voy corriendo a la vez que la
tormenta corre conmigo. Una tormenta de verano que se da más prisa que yo, y
que me moja de pies a cabeza. El viento se une y otra vez levanta mi pamela al
vuelo. Esta vez no cae al suelo, empieza a elevarse hacia los truenos y vuelve
a caer, por el precipicio. Me asomo con cuidado al acantilado y veo un punto
rojo entre las olas que rompen. Aquel punto rojo se va hundiendo hasta que ya
no sale más a la superficie y doy por perdida mi pamela, completamente. Sigo hasta que me encuentro en el sitio en el
que habíamos merendado. La tierra pisada por las prisas de Regina y Ana está
formando charcos de barro. Me paro un momento y en medio de este vendaval
imagino lo precioso que sería sentarse al borde, y ver como rompen contra ti las
olas, sin tocarte, en este mar con rocas tan precipitadas. No podría, en realidad, ahora sí que llegan
las olas a la tierra, de lo furiosa que está el agua. En medio de aquel
estruendo, recuerdo una melodía perdida que me tocó Ismael. No quiero seguir el
mismo camino que mi sombrero, así que dejo de imaginar cosas y continúo. Por fin me encuentro enfrente del coche, delante
de las caras preocupadas de ellas dos, que se quedan mirando mi vestido que
gotea por todas partes. En seguida me hacen meterme en el asiento de atrás y
Ana arranca. Salimos de aquel solar y enfilamos carretera arriba para volver a
casa. Regina, sentada a mi lado se me queda mirando con cara de preocupación cuando
el primer estornudo sale de mí. Me manda quitarme el vestido y la miro con cara
extrañada.
-Cariño, estás empapada. Es mejor que te quites el vestido y
te cubras con esta manta. –me aconseja Regina mientras me tiende otra manta que
había allí.
Hago lo que me dice, y nada más quitarme el vestido me
abrazo a la manta. El tiempo no mejora a medida que nos alejamos del mar.
-¿Porqué traéis tantas mantas? –les pregunto.
-Para cosas como estas. No molestan, y mira que nos pueden
servir. Ay Alma, siento que te hayas resfriado, el tiempo no anunciaba que iba
a llover. –me dice Ana desde el asiento del conductor, girándose para ver como
estoy.
Empiezo a estornudar sin parar mientras las gotas de lluvia
aún van resbalando por mi pelo. Comienza a dolerme la cabeza, e intento dormir el
resto del viaje hasta llegar a casa.
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